lunes, 1 de junio de 2015

LO INEVITABLE




Lo Inevitable
Sucker Punch-Fuiuchi

Mi reloj digital marcaba las tres y cuarenta y dos de la madrugada cuando sentí la necesidad impetuosa de ir al baño. Intenté repetirme que era amo y señor de mi vejiga, pero este truco no la intimidó, su decisión era implacable. El cuarto de Sabrina era, por lejos, mucho más frío que el resto de la casa y se escuchaba la lluvia caer con más claridad, daba la sensación de que una nube flotara allí, o el techo fuera de un material más delgado. Mi colchón descansaba en el suelo, a los pies de la cama donde Sabrina dormía profundamente. Me calcé a medias los zapatos e intentando no hacer ruido, fui tanteando los muebles junto a la pared para poder salir. La habitación estaba completamente oscuro salvo por los fogonazos de luz de los rayos. Llevaba unos pantalones que Alice me había prestado para dormir. Pertenecía a su difunto esposo. Eran como mínimo tres tallas más grandes que los míos y por más que había echo un esfuerzo en disimularlo frente a los demás, me perturbaba un poco llevar ropa de alguien fallecido. Por más ridículo que este pensamiento me pareciera, ni siquiera intentaba convencer a mi cerebro de lo contrario; este era de la misma escuela que mi vejiga, actuaban a sus anchas solo porque me mantenían vivo. Era equitativo. El baño quedaba en un pasillo adyacente al cuarto, cuando llegué al corredor tanteé torpemente la pared buscando el escurridizo interruptor de la luz. Este se iluminó dejando ver la puerta del baño al final, un camino no tan largo pero rebosante en detalles: cuadros en las paredes, de esos cuadros del montón, los que son vendidos por millones en las subastas solo por tener la firma de algún pintor famosos;  pero que uno, por dentro, sabe que un niño de preescolar haría uno mejor. Sin embargo, la gente lo compra sin preguntarse cual es el verdadero sentido y valor del arte, por supuesto, dejando atrás algo fundamental y naturalmente implícito como son los sentimientos del autor y lo que este quiere expresar. El piso era de una suave moquete roja que se me antojó una pasarela, para dar caminatas mientras sonríes y firmas autógrafos, encandilado por las luces de los flashes. Comencé la caminata, aun adormilado, apoyando una mano contra la pared; en aquél momento la moquete me pareció muy conveniente para los nocturnas recorridos de personas que, despojadas de cualquier abrigo para los pies, intentaban llegar al final del pasillo a vaciar su testarudas vejigas. Estaba en la mitad del camino cuando algo me detuvo:  las luces de los tubos parpadearon, una, dos, tres, cuatro veces y luego se apagaron súbitamente sumiendo al decorado pasillo en una oscuro silenció frío. La imagen del lugar se había convertido en una nada absoluta. Podría estar en un pasillo como podría ser: un autobús, el túnel de un vestuario de fútbol, un ascensor de hotel, el estomago de una ballena, o ninguno, o quizás todos a la vez. Me quedé quieto en el lugar, como si temiera estar parado sobre una biga de construcción a cincuenta metros de altura. Luego de unos segundos las luces encendieron tras parpadear un par de veces, pero la sensación era diferente, sin duda estaba en el mismo lugar; estaba mirando de frente la puerta del baño, pero el aire estaba más frío y pesado, más escaso, como si el tiempo estuviera suspendido, o detenido. Caminé, rápidamente, casi trotando hacia la puerta.- Tú brazo...- Aquella voz sonó en mi cabeza, era aquella insensible y asexuada voz que retumbaba en mi cerebro, la voz que llevaba escuchando desde hace diez años y sabía muy bien de quien provenía. Me quede atónito, temía dar la vuelta y encontrar a aquel “sujeto”.- Tú brazo...- Repitió, y estoy seguro que si su voz expresase alguna tono, sería de énfasis. Estaba seguro que era el, ¡estaba tan seguro! como de que mi vejiga necesitaba una descarga de urgencia. ¡Si me volteó, seguro que esta allí!, no ay duda. Utilizando la mayor serenidad que mi anatomía me permitía, voltee lentamente. ¡Efectivamente, allí estaba! como si fuera la primera vez. Allí estaba, parado frente a mí una extraña figura, me miraba seriamente, o seriamente deduje, ya que en aquel rostro apenas se distinguía expresión. Todo su ser estaba cubierto de unas putrefactas vendas rojas que le colgaban cual harapos. Las pocas partes de su cuerpo que se podían ver: eran negras, granuladas a la vista lo que daba la sensación de asperocidad, haciendo más extraño su escuálida anatomía de extremidades largas -o por lo menos más largas que un hombre promedio-. Su rostro de igual manera que el resto de su cuerpo estaba cubierto con aquellos trozos de trapos húmedos de algún fluido que no pude identificar y dejaban ver apenas sus ojos: unas luces brillantes de un cálido color escarlata que titilaban como estrellas perdidas, en lo que deduje fueran sus cavidades oculares. A pesar de que me juré, varías veces, que no me asustaría, algo que repetía hace una década, no pude evitarlo.- Tú brazo...- Pronunció nuevamente y como un atleta a la espera del disparo inicial, lo tomé como punto de partida; volteé rápidamente y corrí asta la puerta del baño. Aun sin saber que pretendía hacer allí, estaba seguro que escapar no era una opción, aquella figura no era normal. Aparecía sin contemplación de lugar, de seguro la puerta de un baño no la detendría, ¡si me quisiera hacer daño,  hubiera tenido miles de oportunidades!, dado su supremacía espacio-temporal y los diez años que llevaba dándome caza. Pisé uno de los largos bajos del pantalón y tropecé, dándome un golpe en el hombro contra la mesa de adornos. No tenía tiempo para preocuparme por eso ahora, concentré toda mi fuerza en levantarme e ignorar el dolor del golpe y esta vez llegué ileso al baño. Por un momento pensé que la puerta estaría serrada, pero, ¿porqué? por la misma razón por la que  me encontré con aquella momia horrenda en mi cumpleaños numero diez, y por igual motivo inexplicable que aquel individuo parecía tener asuntos con un estudiante de secundaría aburrido y volvía a visitarlo luego de tanto tiempo. Finalmente giré el pomo deprisa y como en aquellas películas de espías, rodé por el suelo, di un portazo y me recosté sobre la puerta, sentado en el piso. Luego de respirar barias veces para estabilizarme, me di cuanta del hecho en cuestión: el sujeto del que huía, estaba al final de pasillo. Un pasillo que era la única salida desde el baño donde me había encerrado. Sin duda había sido una pésima elección de escapatoria, desde allí no podría eludirlo. Aun no me recuperaba de aquel momento donde el tiempo parecía detenido, aquel día de mi cumpleaños, me intenté convencer de que había sido un sueño vivido, una alucinación producida por el estrés, ¿tal vez algún gas toxico esparcido por accidente, ¿ contaminación por plomo de las cañerías?, o simplemente y menos probable, un tumor cerebral. Aunque sabía perfectamente que ninguno de esos te dejaba una marca en el cuerpo, una marca en el brazo. ¿Tú brazo? el sujeto no paraba de repetir esta frase, ¿se refería a mi brazo derecho donde tenía aquel tatuaje? ¿Aquél  que apareció luego del primer encuentro? ¿Ese que nunca pude explicar a mis padre cuando tenia diez años y me valió el mayor castigo de mi vida? ¿Aquel tatuaje que dio inicio de un sin fin de sueños macabros por los siguientes diez años? No lo sabía ni me interesaba, tampoco podía ponerme a cuestionar la lógica de una situación escasa de esta. Estaba convencido de que despertaría de ese extraño sueño, alucinación o lo que fuese. Despertaría en el cuarto de Sabrina y allí, tal vez, podría darle vueltas al asunto. Como ya había echo anteriormente. Era algo que –a desgano- me había acostumbrado. Estaba sudando a mares pero las ganas de orinar no habían cesado. Aún estaba sentado en el frío piso de el baño, recostado a aquella puerta cuando de pronto un golpe; como el de una bola de estambre rebotando suavemente, azoto la puerta. Como si una persona estuviera con la misma urgencia que lo estaba yo por usar el baño. Otro golpe y luego otro. Acerque el oído a la puerta, eran manos, golpeándola. Pero no eran solo ruidos, la puerta a mis espaldas empezaba a tambalear, leve pero eficiente, sea lo que fuese que estuviera en la labor tenía bastante fuerza o tal vez era más de uno. Esa idea me surgió de pronto, ¡Ah! eran muchas personas. Intenté mirar por el ojo de la cerradura pero antes de ponerme en cuclillas, en un movimiento trémulo mis rodillas cedieron y acabe en el suelo nuevamente; los nervios empezaban a obrar en mi cuerpo. ¡Los golpes seguían, eran muchas manos golpeando la puerta, nudillo que sonaban fuertemente, golpes de palmas que agitaban el marco, el pomo giraba como una brújula en el polo norte! Hubo un sonido que me provoco una acides en la boca y el leve erizamiento del bello de la nuca, era la misma sensación que sentía al morder un palo de madera. Entendía que eran uñas rasgando la puerta.- Tú brazo...- La luz del baño empezó a parpadear, se apagaban y encendían en segundos, los golpes no cesaban -Tu brazo- empecé a oír aquella voz retumbando en mi cabeza -Tu brazo- repitiendo una y otra vez, mi brazo, ¿Que problema había con el? El tatuaje era lo de menos en esa situación, hace diez años tal vez me hubiera preocupado como explicarle a mis compañeros de escuela. Ahora no importaba.- Muérete- Decía la voz, no paraba, ni tomaba un tiempo para respirar, lo repetía y repetía y repetía. ¡Tu brazo, tu brazo, muérete, tu brazo, muérete, muérete! Sentía que mi cabeza estallaría si no callaba. La puerta se seguía moviendo, los golpes y arañazos se incrementaban, estaba empezando a pensar que esta vez no despertaría, que los nervios que había perdido hacía mucho rato, no volverían. Si es que salía de esa inexplicable y  grotesca situación.

 -Tu brazo- Levanté mi brazo derecho, en un intento de saciar la voz, pero no noté nada extraño; excepto el tatuaje:  aquel gravado en negro, totalmente negro, en forma de una pequeña espada aguja, ¿O tal vez era un cuchillo, ¿O una daga? ¡era difícil de decir! Era pequeña, a pesar de que era toda negra, se podían distinguir su hoja levemente curvada, con filo de ambos lados, la empuñadura fría, tal vez de alguna material más frágil que el resto, con un sutil adorno en el pomo (solo perceptible al tacto, dado la homogeneidad de su negrura) Una delicada pero cómoda guarnición, apenas cóncava. Por un momento me sentí extrañamente suspicaz, no cualquiera podía describir con tanto detalle un tatuaje tan pequeño y de tan poco colorido, al menos, claro, que estuvieras viendo el arma que serbia de modelo y yo, efectivamente, la estaba observando. Es más, la sostenía en mi mano ahora libre del molesto dibujo. Podría jurara que estaba mirando el tatuaje, aunque no podía asegurara en que momento lo había perdido de vista y me encontraba en posesión de la daga. Cualquiera que fuera el caso, una de aquellas frases que repetía la voz había terminado, habían discurrido como vapor de un invernal exhalo que escapa por el ojo de una cerradura. Se había difuminado, el brazo era aquél y lo que importaba era el arma blanca –irónica clasificación-. ¿Que podía hacer con una pequeña espadilla, contra lo que fuera que arañaba la puerta?, entonces otra vez. Muérete, muérete, muérete...

Valla consejos que me daba, ¿matarme?, no hubiera optado por el suicidio en una situación tan compleja, donde el filo entre la realidad y lo irracional era tan fino. Recordé de pronto la extraña conversación que tuve con Sabrina esa tarde. Abordando el tema de lo inevitable, comparaba la lluvia con la muerte – “Ambas son inevitables”- dijo – “con la misma certeza que sabemos que lloverá, podemos también afirmar que parara. Todos moriremos, eventualmente e inevitable”-  ¡Eh ahí la idea! En ese momento la muerte era inevitable como la lluvia, y me podía dar la salida de ese lugar. Pero no de la forma convencional, claro esta, no iba a morir, no en realidad, o al menos es creía, no sabía porque, solo se me había presentado esa nueva idea, como una voz en la cabeza, aunque esta no era ni cerca como la de antes (Muerte, Tu brazo). La nueva era suave, como la de una chica, aunque se percibía como la voz interna que todos tenemos, me decía: Muérete, no pasara nada, confía en mí. Y en contra de todo mi historial, no dude que fuera cierto, era algo que no me generaba dudas, moriría pero estaría bien, algo normal, no había problema, había superado los diez primeros años de esta locura perder del todo los estribos, podría seguir haciéndolo. La sensación de seguridad era tanta que no podía encontrar el porque no hacerlo, así que levante la daga apuntando el filo hacía mi pecho, y luego de unos segundos de respiración agitada, enterré la hoja en el. La fría lamina se hizo paso en mi piel, atravesó desgarrando los músculos y se detuvo entre mis costilla. Una sangre negra broto de la incisión, aun con el arma en ella. Nunca había visto la sangre de esa forma, no era roja como en las películas o libros, era bordo, negra, turbia y era mucha; pero lo peor de todo: ¡era mía! La seguridad desapareció, a pesar de que el dolor no era intenso, la sensación de vértigo si lo era, pensé en que así se sentía las personas al morir, la luz se desvanecía, había olor a metal, tal vez por la sangre;  la angustia apretaba la garganta y el estomago, ¡que tristeza!, las lagrimas caían de mi ojos sin que la piel de las mejillas lo notaran, estaba perdiendo sensibilidad y si no fuera porque caían en mis labios (amargas como la derrota) no las habría notado, se mezclaban con la sangre que salía de mi boca. Las manos seguían inertes, sujetando la daga que ahora parecía más negra, contrastando con mis extremidades pálidas como la nieve.
Un último pensamiento pasó por mi mente: ¡había sido una mala idea hacerle caso a aquella voz!, me había dejado llevar por la calidez de sus palabras, una voz gustosa, que a los oídos de un desahuciado, siempre son gratas y confiables. Fui engañado, de una forma muy sutil. No estaba lejos de ser un votante  que es cacheteado por su candidato días después del escrutinio. No era diferente que un jugador de fútbol que es echado por la puerta del fondo de su club amado. Como un niño desilusionado de su padre, como una madre desilusionada de su hijo. No estaba lejos de una roza sin espinas, en un eterno jardín, que fue azotada por una lluvia violenta, luego de que el sol le prometiera quedarse. Al fin de cuentas la lluvia es inevitable, al igual que la muerte, que rondaba y que al fin llegó, luego de tentarme durante diez años, que no eran mis últimos si no los primeros. Una ambigüedad a la que me aferraba, convencido de que serían mis diez primeros años y no los últimos. Por fin llegó:¡Fría, silenciosa e inevitable…!
James D. Baxter








No hay comentarios:

Publicar un comentario